La navidad de Luisa

… Al entrar a la habitación, me sorprendió la fragancia etílica lanzada a los mirabeles marchitados que reposaban en una alcarraza al lado del lecho donde permanecía acostada. Luisa, llevaba tres años y medios abandonada a las mercedes de una vida larvada, hallando glorias efímeras en las alboradas ardientes, blandiendo así los fueros de sus padecimientos febriles. Sus cabellos auríferos orlaban su rosáceo rostro, donde destellaban las lumbres radiantes de su mirada cándida, que enrielaba un hilillo acuoso desbordado en sus mejillas rubescentes. Aún en la aciaga alcazaba de su desdicha poseía esa hermosura inmarcesible que le recamaba su armadura mortal.

Con una voz sorda leía con un brío enhiesto un ramillete de versos que le había escrito un joven poeta, a quien nunca había visto, y según ella misma decía, era el protagonista de sus amores furtivos y silentes, y siempre lo esperaba en las horas en que fenecía la tarde, para que le declamara con su acento bucólico los sonetos escritos por su puño y letra, que al leerlos le descascarillaba su corazón enconado. —¿Ya es navidad?— me preguntaba con una voz adelgazada y adusta. —No, apenas es abril Luisa, aún faltan ocho meses más para que llegue diciembre— le respondía mientras miraba absorto como el cerrillo de su esperanza menguaba su deflagrante albor. así pasaba todas las tardes, leyendo con ahínco los versos de su amante arcano, esperando la llegada de ambos con el ventoleo de los alisios decembrinos, y las luces de colores parpadeando en los ventanales. —aún estamos en abril, falta mucho para la navidad— respondía ante el fuego abrasante de su insistencia.

Hasta que un día, el rasgueo embravecido de los acordes se enlazaron con las almibaradas melodías de un flautín, y el cántico de la soprano solfeando como un trino afable el repertorio de villancicos, mientras la espuma cortada por las aletas del abanico emulaban un sereno de nieve que caía tenuemente en su badana urdida de lindeza. sus ojos resplandecieron como un refucilo, y ahogada en la hondura de su ensueño me dijo: —Sabía que algún día habrían de venir— luego de oír el tonal romancero del bardo deleitándola con el recital de sus sonetos, y en el helaje de su última hora dejó el rasgo sonriente de su último rostro, seráfico y arcangélico, de un primor eterno, para soñar como lo hacen los ángeles, desnudos y alados, con aureolas de infinitud e inmortales, y tan cercanos a Dios, viendo así por última vez las luces de la navidad en el celaje color de cobre, aunque fuese de abril…..

Kevin Bello Parada

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