Aullidos lejanos

Soy el último hombre lobo sobre la Tierra. Mejor dicho, era el último que quedaba.
Recuerdo la noche en que el doctor Van Hilseng me dijo que estaba curado. Recuerdo, por primera vez en mi vida, una noche de Luna llena. Tenía el cuerpo cansado, dolorido por los sueros y linimentos que me habían aplicado durante los diez últimos meses. Miré la Luna, brillando con su vieja cara de liebre en el cielo, y me sentí sereno, todo había acabado.
A la mañana siguiente, me despertaron temprano y poco después partí hacia la estación. Van Hilseng me despidió desde la puerta de la calle y miré la fachada de piedra y las grandes ventanas del Instituto Pasteur, desconocidas, extrañas, después de tanto tiempo encerrado entre sus paredes. El pálido sol invernal me molestaba a través de la ventana del carruaje y el percherón, sumiso bajo el látigo del cochero, resbalaba sobre los adoquines mojados. Me fui de París sin ver el Sena.
Evoco aquellos tiempos, que ya empiezan a estar lejanos, con parecida nostalgia a la de un soldado que vuelve de la guerra. El sufrimiento y el dolor de aquellos meses de penuria ya no me atenazan, sólo el severo rostro del doctor se me aparece entre las brasas de la chimenea o en la galería de desnudas paredes que conduce hacia mi solitario aposento; una cara que odié en muchas ocasiones pero que ahora recuerdo como la del capitán que me salvó la vida en la batalla. Mandé quitar todos los cuadros de mis antepasados, como me dijo Van Hilseng, pues seis generaciones de rostros recordándome el pasado me habrían atormentado.
Ahora soy un hombre nuevo, el nuevo Conde de Brandul, amado y respetado por sus siervos, constructor de las bodegas más modernas de Transilvania y amante de la poesía y la ciencia. Debo ser feliz y comprender que todo lo ocurrido ha sido por mi bien.
En los anocheceres de verano, abro las ventanas de la estancia y los aromas de las vides se entrelazan con los de las flores de mis jardines en sensual pugna; los palomos canturrean entre los tejados del castillo y algún caballo relincha en las cuadras mientras el herrero da los últimos golpes en la fragua, antes de la oscuridad silente. En invierno, me extravío en el silencio blanco y el frío huele como el agua fresca del pozo de Odania, al pie de las cercanas montañas tapizadas de enhiestos y oscuros bosques. Todo eso me rodea, y todo es mío.
Mataron a los lobos. Mientras yo no estuve, los mataron a todos. Me lo confesó Vladich, el pastor, después de propinarle cinco latigazos. Los siervos guardan en sus casas las pieles y las cabezas, pero nunca podrán enseñarlas, saben que el que lo hiciera se enfrentaría a mí y a la horca. Las cumbres están mudas, bajo las frías estrellas que antaño ardían con los aullidos y me posee el silencio de mi nueva vida, al borde de los riscos por donde ya sólo trepa el viento.
A pesar de mis preguntas el doctor no me contó lo que pasó aquella noche y por qué me llevaron a París. Tan sólo me dijo, en una ocasión, que de no haber sido por él, yo ya estaría muerto y volvió a enseñarme el permiso del Príncipe para disponer de mí. No debía pensar en lo que había hecho sino en lo que debería hacer a partir de vencer al lobo que llevaba dentro, a la maldición que durante siglos había poseído a mi familia.
Un hombre lobo nunca recuerda lo que es y lo que hace en su otra vida, entonces ¿por qué preocuparme?, me repetía Van Hilseng, con implacables razonamientos, mientras me inyectaba algún suero o me cubría con mantas para calmar el frío aterrador que me inundaba en las eternas noches del Instituto. ¿Acaso había sido feliz cuando me despertaba, desnudo y aterido, entre los árboles del bosque? El terror ante la imagen de mi cuerpo magullado, cubierto de sangre, ¿era algo placentero? Sin saber lo que era mi otra vida era la que desde siempre había presentido, y los remordimientos y la culpa me embargaban al amanecer mientras insultaba al Cielo y huía de las antorchas de las partidas en busca del monstruo que había atacado de nuevo.
Alguna noche echo en falta al doctor. Durante meses vivió en mi castillo y paseábamos y charlábamos después de la cena, alrededor de una copa de buen coñac. Me hablaba sobre las teorías y descubrimientos de la nueva ciencia, del imperio de la razón y cosas sobre el Príncipe que le había enviado conmigo. El mundo estaba cambiando y yo lo escuchaba con curiosidad y atención, sin saber la importancia de lo que representaría todo aquello en mi futura vida. Dios ha muerto, decía Van Hilseng, desde que los científicos comprenden el mundo. Y si Dios, en caso de existir, había permitido que conociéramos la célula, origen de toda vida, se había suicidado en un gesto de infinita generosidad para con el hombre, su creación, llevándose para siempre con Él el libro divino del Destino que me había condenado a ser lo que fui.
Mis tierras, por fin, están en paz y el doctor nunca regresará pues su ciencia me ha curado. Y yo puedo ya mirar de frente, sin temor, a la Luna llena, grande, misteriosa, surcando veloz entre las estrellas.
Sin embargo, hay ocasiones en que creo escuchar aullidos en los cercanos bosques. Imagino entonces al lobo de ojos transparentes y fauces abiertas y chorreantes de baba, colmillos brillantes, lomo erizado, el cuerpo tenso, la respiración contenida, moviéndose sigiloso sobre sus patas acolchadas entre la maleza y las rocas de la quebrada. Escucha y olfatea, atento a cualquier movimiento y cuando lo percibe, ataca. Salta sobre la víctima y entre gruñidos y mordiscos hace que caiga al suelo. Siente la sangre en la boca y desgarra la carne caliente en un abrazo fiero y hermoso que le otorga la vida. Cuando la víctima muere, con una última y trágica sacudida, el lobo levanta las fauces al cielo y aúlla avisando a la camada que corre ansiosa hacia él sorteando la maraña iluminada por la Luna.
Sí, a veces me llegan rugidos desde lo más profundo del bosque cuando contemplo a la Luna llena…

(De el libro “Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas” – Kokoro Libros – Madrid 2005)

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2 Comments

  1. Un breve comentario para dejar constancia de que el autor de este relato es Pedro M. Martínez Corada (ya que no aparece en la página), y que está incluido, en efecto, en el libro “Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas”. Este cuento se publicó en la anterior versión web de Taller de creación en donde sí aparecía mi nombre.

    Saludos,
    Pedro Martínez
    http://www.margencero.com

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  2. Me encanta. No puedo esperar a comprarlo. Al fin encuentro un libro que es de mi agrado. Siento que lo he estado buscando por años, pero la espera valió. Doy mis eternas gracias a los autores. Saludos.

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