La dama del abanico

La dama del abanico

 La sombrilla de la plaza de San Marcos de Venecia protegía sus rubios y rizados cabellos de la canícula de aquella tarde estival. Las palomas blancas revoloteaban haciendo sombras en el cielo que contrastaban con los haces de la luz del sol. Se puso sus gafas de D&G y miró fijamente al astro.
En la mesa de en frente un apuesto hombre con traje de corte inglés tomaba una bebida mientras fumaba con clase su pitillo con negra boquilla. En el bolsillo de su americana sobresalía un pañuelo blanco, inmaculadamente planchado. Sus botines con cordones resplandecían de limpios y bien encerados. La Señora abrió su bolso de piel, sacó un pequeño espejo, se miró la nariz recién empolvada, lo cerró y cogió su abanico. Para entonces aquel hombre ya se había percatado de la presencia de la dama, que comenzó a abanicarse lentamente, sobre todo el cuello y el escote para luego cerrarlo y abrirlo de forma nerviosa
– Seguro que está comprometida- pensó el gentleman
La mujer se puso a contar y a tocar las doradas varillas. Se miró los labios en el espejo que había dejado sobre la mesa y vio que estaban perfectamente maquillados de color rojo para después levantar la cara y dirigir su mirada hacia aquel señor.
El hombre empezó a ponerse nervioso. Ella se quitó las oscuras gafas, volvió a coger su abanico y se cubrió con él del molesto sol del atardecer.
– Espera a alguien. Le soy indiferente.- consideró él.
Apoyó el abanico sobre su rosada mejilla derecha. Tenía unos pómulos preciosos y ella lo sabía.
– Está claro, le gusto- pensó él mientras se pasaba la mano por su pelo moreno y bien peinado.
Ella se cubrió la cara con el abanico abierto, dejando ver sólo sus ojos azules.
– Quiere que le siga cuando se levante.- admitió el señorito.
La dama del abanico recogió el espejo y las gafas de sol, los metió al bolso, descruzó sus largas piernas y se levantó. El pidió la cuenta e hizo lo propio.
Los dos se marcharon sin mediar palabra cogidos tímidamente de la mano.

Usue

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Reconocí con atención mediante la acción de la luz de unos focos un amplio y extenso anuncio publicitario con brillantes y áureos signos impresos que decía: Los mimosos. Déjate querer. Y como reclamo se veían dibujados en el cartel dos chicos medio desnudos ataviados sólo con pajaritas negras y pequeños slips rojos. Seguí conduciendo, pero no dejaba de mirar aquel cartel persuasivo por el espejo retrovisor. Frené el coche y de un volantazo, cambié de dirección. Detuve mi BMW enfrente de la entrada y aunque vacilante, entré en aquel local. Di una mirada rápida a mi alrededor. Para mi alivio, no había ningún conocido que pudiera delatar mi identidad. Me dirigí a la barra. Estaba sediento. El día había sido muy agitado.
El stripper no dejaba de bailar alrededor de la barra metálica. Estaba absorto en los movimientos de aquel joven y musculoso chico cuando sonó mi móvil. Era la voz de mi mujer. Le dije que se me había hecho tarde. Que estaba todavía en el despacho, preparando un mítin para el día siguiente. Cuando terminó nuestra conversación, respiré aliviado. Metí el móvil en el bolsillo y toqué trozos de papeles arrugados. Pensé que serían los tickets del peaje de la autopista. Los saqué del bolsillo de mi americana. Pronto me di cuenta que eran panfletos de propaganda electoral en los que se abogaba por un modelo de familia tradicional. Los prensé en mi mano, los tiré al suelo y pensé: “Al fin y al cabo no son más que idearios políticos.” De entre la bola de papel tirada al suelo, sobresalía un post it amarillo que atrajo mi atención. Quizá era una de las tantas notas que siempre me dejaba mi secretaria en la mesa de mi despacho y que yo olvidaba leer después de meterlas en el bolsillo de mi americana. Me picaba la curiosidad. Alargué el brazo hasta el suelo y recompuse la nota hecha añicos. El recado escrito decía así: “Sr. le ha llamado su mujer. Dice que se la pasado que hoy es su aniversario de boda. Que le llame urgentemente”.
Al día siguiente, la atmósfera en casa estaba muy enrarecida. Mi mujer no me había besado como lo solía hacer cada mañana en la cama. Desayuné y me dirigí al office donde leía todos los días el periódico. En primera plana aparecía mi foto en aquel burdel de carretera. La hecatombe no había hecho más que empezar.

Usue

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1 Comment

  1. En la sencillez se encuentra la grandeza. Relatar lo cotidiano, puede ser muy aburrido, por eso cuando logra atrapar como lo hace Usue, es porque se ha utilizado un estilo fenomenal. Felicitaciones a los creadores de esta pagina y gracias por compartirnos escritores que atrapan como Usue. Un abrazo a todos.

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